No hace tantos años me amaba, estoy segura.
Aún mis ojos custodian sus dedos pulgar e índice de su mano derecha, dedos ya amarillentos y dormidos que se fumaban esos ducados blancos, su codo tembloroso no lograba inclinarse hacia sus labios con la frecuencia que el fumar requería, por lo que los cigarrillos se los empalmaba, mientras la infinita y compacta ceniza caía, por desidia reposando en el antebrazo del sofá, recubierto por paños que se reponían asiduamente. Jajajaja, ya mami está protestando.
-Mariquilla, hazme un cafelito y unos cocorrones.- Qué rico pan frito y ese aceite verdoso, cuántas servilletas, cuántas lavadoras ponía mi madre para mantener su higiene.
El compró mis primeros cuentos, Heidi, Marcos, yo llegaba del colegio, él de sus paseos, siempre enchaquetado, su boina, su sonrisa, sus mentiras piadosas, sus historias inventadas, su letra leída era una delicia. El fue arquitecto en sus sueños, miedica en la guerra, músico sin oído, para mí novelista, quién dijo "cuentista", si existiese un molde de gaditano se llamaría Lorenzo, sería mi abuelo Loren; se disfrazaba con lo que pillaba, entonces las risas incontroladas aparecían en las personas que lo presenciaban, nos contaba, todo lo teatraba, nada lo preparaba, era un genio ingeniado por la vida para construir mi infancia, mi adolescencia y...
...a sus ochenta y seis años se fué y fue cuando pisó por primera vez un hospital; recuerdo volver de la facultad en tren, aquel largo trayecto en mi mente martilleaba que no quedaba tiempo, que se me escapaba, le ví de repente tan consumido repitiendo que quería volver a casa, su casa, mi casa, pidiendo crema para masajear sus heridas del alma, que se le esfumaba, con rabia, pues los ojillos verdosos, chiquitillos encolerizaban aferrándose a la cama, sus manos se impulsaban pidiendo sanearla. Se marchaba, hubo un suspiro de muerte, pidió un ducado, mi hermano usó sus dedos de soporte para que él sólo pusiera sus labios, el médico asintió y miró para otro lado. Mi padre me alejó de la habitación, sus anchas manos, sus brazos me encaminaron a casa, me acostó como mi joven viejecillo de pequeñaja por las noches, con las palabras o las caricias, según lo que urgía.
Vivir con él me enseñó a apreciar a las personas mayores, a disfrutar de ellos; sólo él me hubiese prevenido y aliviado a la hora de expulsar mi desprecio a su suerte, pero se saltó la lección, y aquella emoción destruyó muchas creencias; fue el primero que se fue dañándome, disfruté de tenerle, me impuso el perderle.
Limpiaba la sangre de mis caídas y colocaba las tiritas, los premios de golfilla, me decía. Me llamaba Mariquilla.... ya no suena la voz.